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viernes, 11 de marzo de 2022

El cántico de Gomer

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Basado en el libro del profeta Oseas



El cántico de Gomer

Te alabo mi Señor y Creador de todos los cielos y las estrellas
Porque te dignaste de tu sierva,
Las alianzas con Egipto o con Siria no salvaron a tu pueblo pero fue tu amor,
tu eterno amor,
La nación del norte buscaba amor en el lugar equivocado, así como yo.
Aparecí callada cuando contaron mi historia, mis labios fueron sellados.
Me expusieron desnuda, me encerraron, usaron violencia contra mí los hombres
Pero tu amor me liberó.
Me diste hijos, aunque no me preguntaron si quería o no, quisieron usar mi vientre.
Pero tú abriste mi boca y honraste a mi descendencia.
Mis enemigos hablaron de mí, murmuraron me llamaron prostituta, y despreciaron a mi familia, así como tú ya lo habías señalado que lo harían.
Me sacaste de las manos de los Cananitas y sus requisitos de fornicación durante mi juventud.
Siendo escogida por ti, me liberaste de la promiscuidad.
Aunque excluida, me demandaron hijos, los tuve, y los amé, pero ¡fueron mis hijos también!.
Los nombres dados a mis hijos, yo también los escogí, yo sabía cómo estaba el pecado de mi pueblo. Dejaron en la sombra a mi madre. Solo reconocieron a mi padre. Pero tú la reconociste.
Cuando la nación del Norte buscaba seguridad en la guerra, enviaste a tu profeta.
¡Te alabo porque me hiciste parte de ese llamado!.
Sufrí en manos de los hombres adúlteros que ofrecían joyas, riquezas.
Me ayudaste con tu amor, para resistir a hombres y sus riquezas, demandando mi cuerpo.
A los poderosos, a los ricos que ahora abundan, a los que tienen joyas y perlas tú los exhibes.
Su pecado en secreto promoviendo la prostitución lo hiciste público.
Creen que así como la lluvia es esperma para la tierra, ellos seducen a las jóvenes. Su Baal es muerte.
Tú los exhibiste con su lujuria, su lascivia, y su pecado.
¡Tú levantas del polvo a la gran mayoría de mujeres pobres!
A los hombres que aman la guerra, y aman la violencia, que venden su alma y cuerpo a la guerra, tú los llevaste a la dependencia económica, represión y la deportación.
Demostraste que tú eres el Dios verdadero, no el poderío militar de Egipto y Asiria.
Tú eres la paz para tu pueblo.
Me sacaste de la esclavitud por el amor eterno que mostraste.
Creían ser dueños de mí, pero tú siempre fuiste mi único dueño y Señor.
Cuando mi esposo se distanció y dijo que yo no era su esposa, avergonzándose de mi frente a todos.   
Tú nunca te alejaste de mi Señor, mi restaurador.


Tú levantas del polvo a las despreciadas, a las forzadas a callar, a las condenadas por los hombres
Por ti es que pude proveer para mi familia y cuidar de mis hijos al fin.
Me llamaron promiscua por una razón y solo una,

Porque el pueblo era promiscuo y yo era parte de ese pueblo.
Ahora todas las generaciones me llamarán bendecida y restaurada por tu amor.

¡No hagan imagen de Dios en la imagen de ningún hombre!
¡Solo Dios es perfecto y verdaderamente diverso!

 


martes, 8 de marzo de 2022

¿Qué quieres que haga por ti?

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Marcos 10:46-52

El ciego Bartimeo


 

 Me llaman Bartimeo, el hijo de Timeo. Pero Timeo y mi madre me engendraron ciego. Nunca había visto la luz, no sabía lo que era un color, nunca conocí un rostro, no sabía lo que era una sonrisa. Mi mundo era un mundo pobre, no solo porque no tenía la vista, pero tampoco otras riquezas estaban a mi alcance. Una familia que pronto se deshizo de mí porque mi propia ceguera los acusaba. Una ciudad que me expulsaba porque mi presencia era la marca de la debilidad. Así era mi vida, al costado del camino, en la antigua Jericó de Rahab, la de los muros tumbados, la reconstruida a precio de sangre, bendita y maldita Jericó. Maldita, para mí, desde mi cuna, aunque ni cuna me dieron.

Pobreza es la falta de afecto, la falta de cuidado, la falta de misericordia, y de esa pobreza me quejo más que de la falta de vista. Me hicieron pobre y mendigo, me redujeron a ser una piedra al costado del camino, lo que sobra, lo que no es. El testigo ciego de la ambición y el prejuicio, el obligado parásito de la caridad ajena, el molesto pedigüeño en el cual descargar enojos y burlas. De vez en cuando, la limosna denigrante con la cual alguno que otro que se creía generoso cumplidor de la ley me daba a comer pan de lágrimas, lágrimas de los ojos negados.

Pensar que el ciego era yo, pero eran ellos los que no me veían, no veían al ser humano que yo soy, no sabían de mis sueños sin imágenes, de mis deseos sin respuesta, de los sufrimientos del desamor. Y yo, aunque ciego, veía; veía la soberbia de los mediocres, el legalismo que expulsa, la dolorosa enfermedad de los que se creen sanos porque ven, pero no ven su propio pecado, que es la peor enfermedad. Ciego y pobre, pero no tan ciego y pobre como algunos ricos videntes. La vida me tiró al lugar de la pobreza, pero lo que me faltó en bienes me sobraba en experiencias, no siempre las mejores.

Ciego no significa sordo. Y escuchaba a los transeúntes de las mil caravanas, que pasaban de largo. Enriquecía mi pobre mundo con los sonidos y las voces, con los cuentos a medias que me llegaban, con los comentarios al pasar. Y entre esas historias comenzó a resonar una y otra vez un nombre, un tal Jesús.

Galileos en camino al templo lo nombraban una y otra vez. Aparecía en muchas historias: que a su voz se produjo la más maravillosa pesca en el lago, que alimentó a una multitud con solo unos pocos panes, que curó a un hombre de mano tullida, a una mujer encorvada, a otra con flujo de sangre. Diez leprosos habían sido limpiados por su palabra. Otros decían que un paralítico había caminado en Jerusalén, cerca del estanque de Siloé, que los demonios huían ante su voz y presencia. Incluso que una niña había sido resucitada. Y, sí, también, que había vuelto la vista a los ciegos. Yo escuchaba esas historias, y ¡cómo quería creerlas!

Había también otras voces: las de los fariseos que lo acusaban de quebrantar la ley, de no guardar las formas ni el sábado, de rodearse de pobres y rústicos, de publicanos y prostitutas, es decir, de andar entre gente como yo, herida de impureza. Se ensañaban con su manera de enseñar, con el mensaje ambiguo de sus parábolas, se sentían ofendidos por su manera de contestarles, por anunciar un Reino de pobres y niños, de los que ellos serían excluidos.

Ocasionalmente, cuando alguno con un poco más de simpatía se detenía cerca mío, aprovechaba para preguntar. Y así me enteré que se creía que era descendiente del rey David, que había sido bautizado por Juan, y que en ese momento se había manifestado la voz de Dios. Los rumores anunciaban que era un profeta de los antiguos, al estilo de Jeremías o el mismísimo Elías vuelto a la tierra. Una vez pasó un seguidor de Juan, el profeta bautizador que había sido asesinado por Herodes. Ese sí me trató bien; incluso me regaló la capa que tenía, porque decía que eso era lo que Juan enseñaba. Y que Jesús era el que Juan había anunciado. Me dijo que Juan, cuando estaba en la cárcel, le había enviado a él y a otro de sus seguidores a encontrarse con Jesús para preguntarle si él era el Mesías, o tenían que esperar a otro. Y que Jesús no les había respondido directamente, sino, y el hombre lo recordaba bien, que: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. Aquellas cosas que yo mismo oía en los comentarios de los viajeros, y que eran mi propio anhelo, el más profundo de mis reclamos, el más soñado de mis sueños. “¡Ah, si eso fuera cierto!”, me decía. Y si fuera cierto, llegue a la conclusión, sería el Mesías. Y si es el mesías, tarde o temprano vendrá a Jerusalén y tendrá que pasar por Jericó, y yo tendré oportunidad de pedirle que, como a otros, me dé la vista.

Y efectivamente el día llegó. Escuché los rumores, preparé mi alma. Era la oportunidad de mi vida, y no la iba a perder. Así que cuando supe que estaba cerca, comencé a llamarlo, a llamarlo desde lo que quería creer: “Jesús, hijo de David”. No faltó el que me quiso hacer callar. Pero ¡cómo me iba a callar! Tenía que hacer sonar mi voz más que otras voces. Si algo cierto había en Jesús, en lo que había escuchado de él, me tenía que oír, tenía que oír al ciego, al pobre, al dolido. Ese era el Jesús que imaginaba mi ciega imaginación.

Y me oyó, y me hizo acercar. Salté como un resorte. Allá voló la capa que me había regalado el discípulo de Juan. Guiado por las voces corrí a su encuentro, en el último acto de mi ceguera. Y entonces esa pregunta insólita: “¿qué quieres que haga por ti?” Por un momento dudé; acaso, si es el mesías, ¿no debería saber mi necesidad?; acaso no es evidente que soy ciego, y que lo que más anhelo es ver. ¿Por qué me tiene que preguntar lo que es obvio? Pero no dudé en la respuesta: “Maestro, que vea”, le dije, remarcando lo obvio. Ustedes ya saben el resultado, porque ahora veo.

Pero volví una y otra vez a la insólita pregunta. Y me di cuenta que en ella estaba encerrado todo el secreto de la libertad humana. Jesús no pensó por mí; él me hizo expresar mi propio deseo, decir mi propio anhelo. Me hizo hacer lo que siempre quise hacer. Cuando los otros me habían mandado a callar, él me hizo hablar. Cuando los otros me tenían al costado, él me puso en el centro, haciéndome decir mi propio sentir. Cuando los otros me despreciaron, el me mostró aprecio, y me quiso escuchar. Cuando para otros era simplemente una cosa más al costado del camino, para él fui el ser humano que puede decir lo que quiere desde su propia dignidad. No pensó por mí, no habló por mí, no decidió por mí: me dio lugar para mi propio deseo, mi propia voz, mi propia decisión; el ciego del costado del camino piensa, habla, decide lo que quiere frente al Hijo de David. Yo fui la autoridad, él se puso a mi servicio: “¿qué quieres que haga por ti?”

Y cumplió con mi pedido, pero no lo hizo sin mí, lo hizo con mi fe. Me salvó. Me salvó de la indignidad, del oprobio y la burla, de la pobreza que descalifica, del desamor que excluye. Esa tonta pregunta fue la más profunda de todas, la que verdaderamente mostró porqué es el Mesías. Porque antes de darme la vista, me había devuelto la palabra, me había devuelto la dignidad, me había hecho humano de nuevo.


miércoles, 2 de marzo de 2022

Los amigos de Daniel

 Lectura: Daniel 3:10-26

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Introducción:

En esta parte del texto el rey Nabucodonosor manda levantar una estatua de oro y ordena que todos, bajo pena de muerte, le tributen culto cuando dé la señal. Los tres compañeros desafían el decreto real permaneciendo leales a su fe. Entonces los tres judíos son arrojados al horno de fuego ardiente pero las llamas no les causan daño. Cuando el rey ve lo sucedido, manda que los tres hombres salgan del horno y rinde homenaje a su Dios.

Unidos ante la muerte

Este  relato  era particularmente  significativo  para  los judíos  del  siglo II a. C. porque  Antíoco  IV  había  mandado  erigir  en  el  templo  de  Jerusalén  la  imagen  de  Zeus  Olímpico.  Esta  imagen  era «la  horrible  abominación»  a que  se  hace  referencia  en 1 Mac  1, 54; Dan  9, 27; 11, 31, y  el símbolo  del  poder romano  que profanaría  el templo  («la  abominación  de la  desolación»  de  Mt  24,  15  y  Me  13,  14). (Alexander, 1995)

El autor parece conocer «la llanura de Dura» (3,1), y la tradición de un ídolo monumental erigido en Babilonia puede basarse en un recuerdo real. Pero la enumeración de los funcionarios del rey (3,2-3) utiliza títulos propios de un Irán helenizado y la orquesta (3,5.7.15) recoge instrumentos con nombres fenicios y griegos. (Pierre, 1993)

El no participar en este culto imperial equivale a llegar a terminar la vida en la hoguera. En vez de ‘horno’ sería mejor traducir ‘crematorio’, palabra que le da su verdadera dimensión al relato. (Hans)

La respuesta de los jóvenes está en 1 persona del plural, no vacilaron en su respuesta al decreto del rey si debían obedecer o no. No pensaron en una respuesta evasiva cuando se requirió una respuesta directa. Dios si quiere puede salvarlos del horno ardiente, pero si Dios no quiere, ellos no darán culto a la estatua que ha mandado hacer el rey.

Como dice Di Lella,  Dejan a  Dios  ser  Dios.  No  intentan  controlar  a  Dios.  Sólo Dios  es  el  único  que  decide  si  quiere  intervenir  milagrosamente  en  los  asuntos  humanos,  y  cuándo  lo quiere.  Esperar  otra  cosa  es  hacer  de  Dios  un  recurso  que exonera  de todo  trabajo  o una  conveniencia celestial  que  está  a  nuestra  disposición. (Alexander, 1995)

En la composición narrativa de este capítulo resulta que el autor sabe lo que para estos 3 combatientes vendrá después, pero sus actores no. ¡No es porque ellos sepan que la hoguera no será el final de sus vidas que se atreven a desobedecer el decreto del rey! Ni siquiera saben si su Dios es capaz de rescatarlos del fuego o no, hay incertidumbre al respecto. Pero, lo que sucederá después no puede y no debe de alguna manera alterar lo que ahora deben hacer. El verdadero martirio siempre es incondicional: “no adoraremos a tus dioses, ni tampoco a tu estatua”. (Hans)

Los tres confesores son arrojados al horno de fuego ardiente con sus mantos, sus calzas, sus turbantes y sus vestidos. Los  soldados  más  fuertes del  rey  son  consumidos  por  el  mismo  fuego  que  hicieron  para  quemar  a  los  tres  judíos  aparentemente indefensos.  Pero  «estos  tres  hombres  cayeron  atados en  medio  del  horno  de  fuego  ardiente»  y  «se  paseaban  en  medio  de  las  llamas,  alabando  a  Dios  y  bendiciendo  al  Señor» (Alexander, 1995)

Estamos firmes en las promesas de Dios? Nos encuentra diciendo lo mismo como familia en estos días. Si él está con nosotros no tenemos que temer lo que nos pueda hacer el hombre. Dios nos librará sea de la muerte o por medio de la muerte.

En lo que sigue se nos dará a conocer cuál es el resultado de la presencia de los tres en el crematorio. Es una inversión triple: en vez de ser un lugar donde la vida de los adversarios termina para siempre y en vez de ser un lugar que procura la purificación del imperio, el crematorio se torna lugar de espanto para el mismo dictador. Los tres no mueren. Se termina la ausencia de aquel Dios que hasta ahora sólo se había hablado. (Hans)

Aquí es importante que vida y muerte cambien de destinatarios. Es impactante ver que en todo el episodio el Dios de los judíos aparece sólo en el crematorio. Para los combatientes es suficiente porque es el único lugar que importa ahora: el lugar de su martirio.

En nuestro texto estuvimos presenciando los primeros momentos de la articulación del concepto de la resurrección como respuesta a los combatientes en la resistencia, aquí antiseléucida; después contra los demás opresores de turno (incluyendo a los Macabeos/ Hasmoneos) de la época intertestamentaria.

Conclusión

Que Nabucodonosor caliente su horno como pueda que unos pocos minutos durará el tormento de los que fueron arrojados dentro.

Los tres judíos no fueron salvados de las llamas sino fueron salvados en medio de las llamas. En la tradición posterior, en especial en la literatura apocalíptica, el fuego y ‘el horno’ llegan a constituirse en el lugar del juicio final por excelencia. (Hans). Pero el fuego del infierno tortura y no mata.

El hecho  de  que los  judíos  sean  fieles  hasta  el  grado  extremo  de  la muerte  no  condiciona  para  nada  a  Dios.  Dios  es  absolutamente  libre  de  obrar  como  quiera. (Alexander, 1995)

Los que sufren por Cristo tienen su presencia en sus sufrimientos aún en el horno ardiendo, y en el valle de sombra de muerte. El Padre  que  no  se  guardó  a  su  propio  Hijo, sino  que  lo  entregó,  capacitará  a  los  creyentes  para trascender  o  ir  más  allá  de  sus  instintos  naturales, eligiendo  la  muerte,  a  ceder  a  las  exigencias  inmorales  del  Estado.

El  relato  de  los  tres  confesores  pone  de manifiesto  que  la  lealtad  a  Dios  es  más  importante y,  a  la  postre,  más  significativa  que  la  prolongación de  la  vida  y  la  prosperidad  social  y  económica  adquiridas  a  expensas  de  los  principios  religiosos. (Alexander, 1995)

Que Dios nos ayude y capacite para permanecer fieles en momentos de gran dificultad en las que nos tocará atravesar en los lugares que nos desenvolvemos.

 

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