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martes, 8 de marzo de 2022

¿Qué quieres que haga por ti?

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Marcos 10:46-52

El ciego Bartimeo


 

 Me llaman Bartimeo, el hijo de Timeo. Pero Timeo y mi madre me engendraron ciego. Nunca había visto la luz, no sabía lo que era un color, nunca conocí un rostro, no sabía lo que era una sonrisa. Mi mundo era un mundo pobre, no solo porque no tenía la vista, pero tampoco otras riquezas estaban a mi alcance. Una familia que pronto se deshizo de mí porque mi propia ceguera los acusaba. Una ciudad que me expulsaba porque mi presencia era la marca de la debilidad. Así era mi vida, al costado del camino, en la antigua Jericó de Rahab, la de los muros tumbados, la reconstruida a precio de sangre, bendita y maldita Jericó. Maldita, para mí, desde mi cuna, aunque ni cuna me dieron.

Pobreza es la falta de afecto, la falta de cuidado, la falta de misericordia, y de esa pobreza me quejo más que de la falta de vista. Me hicieron pobre y mendigo, me redujeron a ser una piedra al costado del camino, lo que sobra, lo que no es. El testigo ciego de la ambición y el prejuicio, el obligado parásito de la caridad ajena, el molesto pedigüeño en el cual descargar enojos y burlas. De vez en cuando, la limosna denigrante con la cual alguno que otro que se creía generoso cumplidor de la ley me daba a comer pan de lágrimas, lágrimas de los ojos negados.

Pensar que el ciego era yo, pero eran ellos los que no me veían, no veían al ser humano que yo soy, no sabían de mis sueños sin imágenes, de mis deseos sin respuesta, de los sufrimientos del desamor. Y yo, aunque ciego, veía; veía la soberbia de los mediocres, el legalismo que expulsa, la dolorosa enfermedad de los que se creen sanos porque ven, pero no ven su propio pecado, que es la peor enfermedad. Ciego y pobre, pero no tan ciego y pobre como algunos ricos videntes. La vida me tiró al lugar de la pobreza, pero lo que me faltó en bienes me sobraba en experiencias, no siempre las mejores.

Ciego no significa sordo. Y escuchaba a los transeúntes de las mil caravanas, que pasaban de largo. Enriquecía mi pobre mundo con los sonidos y las voces, con los cuentos a medias que me llegaban, con los comentarios al pasar. Y entre esas historias comenzó a resonar una y otra vez un nombre, un tal Jesús.

Galileos en camino al templo lo nombraban una y otra vez. Aparecía en muchas historias: que a su voz se produjo la más maravillosa pesca en el lago, que alimentó a una multitud con solo unos pocos panes, que curó a un hombre de mano tullida, a una mujer encorvada, a otra con flujo de sangre. Diez leprosos habían sido limpiados por su palabra. Otros decían que un paralítico había caminado en Jerusalén, cerca del estanque de Siloé, que los demonios huían ante su voz y presencia. Incluso que una niña había sido resucitada. Y, sí, también, que había vuelto la vista a los ciegos. Yo escuchaba esas historias, y ¡cómo quería creerlas!

Había también otras voces: las de los fariseos que lo acusaban de quebrantar la ley, de no guardar las formas ni el sábado, de rodearse de pobres y rústicos, de publicanos y prostitutas, es decir, de andar entre gente como yo, herida de impureza. Se ensañaban con su manera de enseñar, con el mensaje ambiguo de sus parábolas, se sentían ofendidos por su manera de contestarles, por anunciar un Reino de pobres y niños, de los que ellos serían excluidos.

Ocasionalmente, cuando alguno con un poco más de simpatía se detenía cerca mío, aprovechaba para preguntar. Y así me enteré que se creía que era descendiente del rey David, que había sido bautizado por Juan, y que en ese momento se había manifestado la voz de Dios. Los rumores anunciaban que era un profeta de los antiguos, al estilo de Jeremías o el mismísimo Elías vuelto a la tierra. Una vez pasó un seguidor de Juan, el profeta bautizador que había sido asesinado por Herodes. Ese sí me trató bien; incluso me regaló la capa que tenía, porque decía que eso era lo que Juan enseñaba. Y que Jesús era el que Juan había anunciado. Me dijo que Juan, cuando estaba en la cárcel, le había enviado a él y a otro de sus seguidores a encontrarse con Jesús para preguntarle si él era el Mesías, o tenían que esperar a otro. Y que Jesús no les había respondido directamente, sino, y el hombre lo recordaba bien, que: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. Aquellas cosas que yo mismo oía en los comentarios de los viajeros, y que eran mi propio anhelo, el más profundo de mis reclamos, el más soñado de mis sueños. “¡Ah, si eso fuera cierto!”, me decía. Y si fuera cierto, llegue a la conclusión, sería el Mesías. Y si es el mesías, tarde o temprano vendrá a Jerusalén y tendrá que pasar por Jericó, y yo tendré oportunidad de pedirle que, como a otros, me dé la vista.

Y efectivamente el día llegó. Escuché los rumores, preparé mi alma. Era la oportunidad de mi vida, y no la iba a perder. Así que cuando supe que estaba cerca, comencé a llamarlo, a llamarlo desde lo que quería creer: “Jesús, hijo de David”. No faltó el que me quiso hacer callar. Pero ¡cómo me iba a callar! Tenía que hacer sonar mi voz más que otras voces. Si algo cierto había en Jesús, en lo que había escuchado de él, me tenía que oír, tenía que oír al ciego, al pobre, al dolido. Ese era el Jesús que imaginaba mi ciega imaginación.

Y me oyó, y me hizo acercar. Salté como un resorte. Allá voló la capa que me había regalado el discípulo de Juan. Guiado por las voces corrí a su encuentro, en el último acto de mi ceguera. Y entonces esa pregunta insólita: “¿qué quieres que haga por ti?” Por un momento dudé; acaso, si es el mesías, ¿no debería saber mi necesidad?; acaso no es evidente que soy ciego, y que lo que más anhelo es ver. ¿Por qué me tiene que preguntar lo que es obvio? Pero no dudé en la respuesta: “Maestro, que vea”, le dije, remarcando lo obvio. Ustedes ya saben el resultado, porque ahora veo.

Pero volví una y otra vez a la insólita pregunta. Y me di cuenta que en ella estaba encerrado todo el secreto de la libertad humana. Jesús no pensó por mí; él me hizo expresar mi propio deseo, decir mi propio anhelo. Me hizo hacer lo que siempre quise hacer. Cuando los otros me habían mandado a callar, él me hizo hablar. Cuando los otros me tenían al costado, él me puso en el centro, haciéndome decir mi propio sentir. Cuando los otros me despreciaron, el me mostró aprecio, y me quiso escuchar. Cuando para otros era simplemente una cosa más al costado del camino, para él fui el ser humano que puede decir lo que quiere desde su propia dignidad. No pensó por mí, no habló por mí, no decidió por mí: me dio lugar para mi propio deseo, mi propia voz, mi propia decisión; el ciego del costado del camino piensa, habla, decide lo que quiere frente al Hijo de David. Yo fui la autoridad, él se puso a mi servicio: “¿qué quieres que haga por ti?”

Y cumplió con mi pedido, pero no lo hizo sin mí, lo hizo con mi fe. Me salvó. Me salvó de la indignidad, del oprobio y la burla, de la pobreza que descalifica, del desamor que excluye. Esa tonta pregunta fue la más profunda de todas, la que verdaderamente mostró porqué es el Mesías. Porque antes de darme la vista, me había devuelto la palabra, me había devuelto la dignidad, me había hecho humano de nuevo.


viernes, 4 de marzo de 2022

¿Rechazado, menospreciado?

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Mateo, seguidor de Jesús 

Lucas 5:27-32


En esta historia de vida, la de un odiado y despreciado cobrador de impuestos, Leví o Mateo, resaltan varios temas conectados entre sí:

La relación entre salir y ver.

Los seres humanos de carne y hueso.

El cruce de fronteras.

La llamada al Seguimiento.

El costo del Seguimiento.

La solidaridad con los marginados y excluidos.

Jesús, para encontrarse con Leví o Mateo, tuvo que salir. Fue a orillas del lago de Galilea, encontró a Mateo sentado en su espacio de marginado y despreciado, y allí le hizo la invitación al seguimiento.

La estrecha relación entre salir y ver se nota en el relato de los evangelios. Lucas utiliza particularmente un verbo bastante enfático (theaomai), para la acción de ver, indicando que se trató de una manera ver profunda o fuera de lo común, intencional, de ver más allá de la superficie o de la epidermis.

 

Esta acción de Jesús plantea para varios asuntos relacionados con la teología y la misión: Para ver a un despreciado, se tiene que salir de la comodidad del mundo en el que uno está situado, rompiendo con los prejuicios sociales, culturales y religiosos que nos impiden ver la realidad en toda su crudeza e insulto al Dios de la Vida.

Jesús no fue entonces un religioso balconizado, uno de aquellos que observan la realidad desde su cómoda posición en un balcón, sino que se atrevió a salir, a bajar, para identificarse y comprometerse con personas como un odiado y despreciado cobrador de impuestos.

Él fue hombre del camino. Uno de aquellos para quien el ser humano concreto tiene más valor que los prejuicios que desfiguran el propósito liberador y humanizador de Dios. Fue en el camino en dónde encontró a su discípulos y les hizo el llamado al seguimiento. Fue en la cotidianidad de la vida que se relacionó con ellos.

La práctica misionera entonces, para que sea contextual y, por lo tanto, pertinente, eficaz y eficiente, tiene que hundir sus raíces en el marco temporal en el que los marginados y excluidos sueñan, lucha, lloran y se alegran.

Como en el caso de Leví o Mateo, los seres humanos no son cuerpos anónimos, sin identidad precisa, sin historia de vida o sin lazos familiares o relaciones humanas significativas.

Todos los seres humanos, cualquiera sea la realidad en la que se encuentren, tienen una historia personal, raíces familiares, rostro definido, y necesidades materiales y espirituales específicas.

Esta fue precisamente la condición de Mateo: Tenía un nombre, una nacionalidad, un oficio y lazos familiares conocidos. No era un nadie, aunque así lo trataban, ni un personaje anónimo. Lucas y los otros evangelios indican claramente que Jesús no lo vio, trató o valoró como lo hacían sus contemporáneos. Lo vio, trató y valoró como un ser humano digno de ser amado y de ser invitado a formar parte de la comunidad mesiánica que él estaba comenzando.

De esa manera, rompió con todo aquello que había convertido a Mateo en una escoria social debido a su condición de funcionario del imperio romano, traidor de su pueblo, extorsionador y ladrón. La pregunta para nosotros tiene dos vertientes: ¿Somos personas de balcón o del camino? ¿Cómo vemos, valoramos y tratamos a las personas que están condenadas al ostracismo social?

En la misión, para cambiar las situaciones de opresión, tenemos que insertarnos en la realidad material que se tiene que cambiar y sintonizar con el pueblo de a pie. Esto no será posible sino conocemos su lenguaje, la forma en que se relacionan y sus luchas y esperanzas.

La misión exige entonces cruce de fronteras. Esto fue lo que hizo Jesús cuando encontró a Mateo. Jesús se atrevió a cruzar fronteras que estaban vedadas en su tiempo. Sabiendo que Mateo estaba considerado como un traidor, extorsionador, ladrón y un despreciable personaje, lo buscó y le invitó a dejar su trabajo habitual y a integrarse a la comunidad mesiánica.

Jesús sabía que no podía relacionarse con un pecador público, menos entrar en su casa, y menos aún intimar con él y con otros despreciables como él. Pero lo hizo, cuestionando así los prejuicios socialmente aceptados de su tiempo.

Esta acción de Jesús no fue nada casual. Fue intencional. Apuntaba a dejar claramente establecido que en la comunidad mesiánica todo eran aceptados, incluso, un marginado como Mateo.

La demanda es clara. Cuando se cruza fronteras, el riesgo es una inserción profunda en las avenidas en las cuales caminan los pobres, los indefensos y los desposeídos. En otras palabras, una conversión al mundo de los desvalidos, conversión que se expresa en una transformación radical del estilo de vida.

La exigencia es entonces cruce de todas las fronteras que separan a las personas, entre ellas, las subculturas presentes en nuestras sociedades. La llamada al seguimiento tiene lugar en el espacio en el que Mateo pasaba la mayor parte del tiempo: su lugar de marginado.

La iniciativa en la llamada al seguimiento siempre la tiene Jesús. Jesús escogió deliberadamente a Mateo. Las palabras utilizadas en el relato (akolouthei moi, sígueme) indican que no se trataba de una invitación ocasional, opcional o que se podía postergar. Fue un imperativo

La respuesta de Mateo expresa tanto la reputación que tenía Jesús como la disposición de Mateo. Esta persona salía así del ostracismo social para incorporarse a una comunidad de iguales. La llamada de Jesús tenía como correlato la redención social de este odiado y despreciado publicano. Él pasaba de ser un paria a ser una persona con valor y dignidad como los otros discípulos de Jesús.

De esa manera, la comunidad de Jesús, se convierte en una sociedad alternativa que dignifica a seres humanos como Mateo y que camina en dirección contraria a la sociedad circundante.

El seguimiento tiene un costo preciso. Para Mateo significó dejar su oficio de cobrador de impuestos, reorientar su vida y comenzar un peregrinaje colectivo con otros que habían sido marginados como él. Dejó su oficio lucrativo de cobrador de impuestos, renunció a lo que más amaba (dinero) y tuvo que dejar a un lado todo apego exagerado por los bienes materiales.

El seguimiento entonces demanda renunciar al círculo vital que nos proporciona seguridad y nos da un nombre, cierto prestigio y el poder temporal.

El desafío para todo nosotros es preguntarnos a qué hemos tenido que renunciar y preguntarnos también si estamos utilizando el evangelio y la iglesia como una mercancía para obtener recursos económicas, ganar prestigio o acceder a los espacios de poder.

El seguimiento es riesgo, renuncia y apostar por una vida distinta a la que se nos ofrece en la sociedad circundante. La solidaridad activa y visible con los sectores sociales ignorados por la historia oficial destaca también en el relato de la invitación al seguimiento a Mateo.

Mateo en señal de gratitud invitó a Jesús a su casa, hizo un banquete e invitó a otros como él a esa fiesta. Jesús aceptó la invitación, entró a la casa de un conocido pecador público, se sentó a la mesa con otros pecadores e intimó con ellos.

Las acciones de Jesús provocaron la airada crítica de los religiosos que no toleraban que un galileo cuestione las reglas socialmente aceptadas de marginación y exclusión. La pregunta y el desafío para nosotros es: ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a identificarnos visiblemente con los marginados y excluidos del mundo.

La otra pregunta y desafío es: ¿A qué tenemos que renunciar para asociarnos con aquellos que están en el desván de las relaciones sociales? Finalmente, ¿estamos dispuestos a asumir el costo del seguimiento a Jesús en nuestros contextos de misión particulares?


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